jueves, 15 de noviembre de 2007

Perjudicial para la salud

La cerveza pica en la garganta, quiere salir.
Un volcán de espuma
anda por ahí.

La cama gira, mi cuerpo no.
El sabor amargo del primer cigarro
no es tan amargo.

Amargura tu amor,
ausencia
soledad.

Aquí, una etiqueta
dice:
Beber con moderación.

Y vos sin ella.
Te bebí
como un primer vaso de cerveza.

Tomé tu labio
Bebí tu pezón
Navegué tu cuerpo
me perdí en el mar.

Mas no sé dónde estás
Comenzó la tos
¿Nervios?
¿Preocupación?

Tos de perro
como pitada
de porro.
¿ Dónde escapó
tu amor?
Alguna vez
sopló por acá:
en los poros
de mi piel.

domingo, 30 de septiembre de 2007

Septuagenaria

Me levanté de la cama en el momento que se prendió el televisor. Siempre lo programo a las siete en punto, por las dudas que pase de largo, que me quede dormida.
Jeremías tenía la misma manía que yo, aunque él pasó de largo: se fue. Sí, para arriba, ahí en donde está el Señor. Quedó tendido en la cama no sé cuántas horas; el noticioso había terminado, también el programa de Polino, el otro de cocina y así siguió.

Entré al cuarto y lo vi tan tranquilo que pensé: qué siesta más larga se echó éste. Yo volvía de la casa de Norma. Después llamé a Norma por teléfono para avisarle que Jeremías había muerto, bueno no fue con esas palabras. Creo que le dije: se desmayó, o el sueño pesado. En fin, algo así le dije. Aunque en el fondo sabía que el viejito se había muerto, un septiembre como éste, de un martes como hoy.

¡Cuánto tiempo pasó! Diecisiete años, ¿no? Vos apenas una pelusa, qué te vas acordar, Tomás. ¿Qué querés? Mira, no sé si queda salame, sino te vas a tener que conformar con Gatis. Sí, sí, ya sé. Desde que naciste venís con la misma comida, pero ahora cambió: los Gatis vienen con sabor a queso, pescado; todo cambió, che. Ni creas en eso que dicen: todo lo que sube tiene que bajar. No sé si Jeremías bajará de allá arriba, pero si de algo estoy convencida: los Gatis y los tomates no: sólo suben, suben y suben. En este país, lo único que no baja, es el precio de la góndola. Todo lo demás puede bajar. Incluso Jeremías.

Así es Tomás. A la mierda con todas esas teorías, esos son puros cuentos. Cuentos, sí, cuentos…como el que me hizo esta nena, de la que hablan acá, en el diario…
Pero… ¡cuántas más que yo hay acá! ¿Sexo…qué? Ah, septuagenaria. Ahora me dicen “anciana”, y ahora “abuela”. Ay, pero por qué no escribió Clotilde. Si el periodista me decía a cado rato Clotilde: qué pasó, cómo sucedió, a qué hora. Anotó en su libreta cada detalle. Ay, para colmo, el muchacho hablaba tan bien, con tanta claridad. Y ahora, que leo la noticia me pregunto por qué no escribe como habla, por qué anda por ahí, como buscando las cinco patas del gato. Y eso que lo conozco desde que nació. Siempre me dijo Clotilde, y ahora, desde el diario, me dice: “septuagenaria”, “abuela”, “anciana”. Pero de quién habla, cuántas son. Si yo soy una: soy Clotilde.
Si el muchacho periodista tuvo la valentía y la voluntad de poner mis setenta y siete años, porque no escribió mi nombre. Usted sabe, Tomás, cuántos sinónimos, sustantivos y adjetivos se ahorraba el periodista. Bueno, a ver, shhhh…Tomás, quedate quieto. No me cortes la lectura.

“Al escuchar el llamado de la puerta la abuela procedió abrir la misma”.

¿Cuál llamado? Tomás, ¿qué escuchaste?, un golpe, ¿no? Nos tocaron la puerta, y sí, porque acá quien toca el timbre que espere sentado, desde que se me fue Jeremías, el único timbre que estoy predispuesta a escuchar es el de Dios, todos los demás están rotos.
Tomás, usted sabe que siempre le abro la puerta a quien golpea, nada de mirar por el picaporte. Ay Tomás, acá me dicen que abrí “la misma”. Ahora sé que no sólo debo desconfiar de los jovencitos amables sino también de los periodistas. ¡Me hacen decir cosas que yo jamás dije! Yo sólo abrí la puerta, pero no sé si será la misma que menciona el muchacho periodista, porque mi puerta no es la misma que la de él, ni la puerta de él es la misma que la de su vecino; al fin y al cabo: la puerta es una puerta, ni misma ni distinta, sólo una puerta. ¡Qué ganas de complicarse la vida!

Shhh…dejá de joder, Tomás. Sigo:

“Una vez en el interior de la vivienda el sujeto en forma violenta comenzó a amenazar a la indefensa anciana, dándole a entender que entre sus ropas tenía algún tipo de objeto contundente, o queriendo demostrar que estaba armado, con lo cual le solicitaba la entrega del dinero y objetos de valor a la septuagenaria”.

El joven me dijo: “Vieja, la guita acá, si no te hacemos boleta”. Así me dijo, viste Tomás. Y yo le entregué boletas de luz, canal, de la Internet; todo. Y pensé: qué amable es el pibe. Y me dijo que no me haga la tonta, que le de la plata. Para él, boleta es sinónimo de muerte. Bueno, ahora que veo la cuenta de la Internet pienso que no estaba tan errado. No será la muerte pero a uno lo persiguen con todos estos decimales.

“Indefensa anciana”. Mmmmm…lo de anciana está bien, pero indefensa. ¡No!
Vos, Tomás, sos testigo de los dieciséis cuchillos que compré gracias a un programa de televisión, hasta la moneda más pequeña puedo cortar. Igualito al que mostró aquel muchacho en la tele, pero si hasta le dije: mire, yo le compro los cuchillos, pobre de usted que no llegue cortar esta moneda de veinticinco centavos que tengo en mi mano, porque no sé cómo pero viajo hasta Buenos Aires y lo rebano en mil pedazos y de su muerte hacemos una nueva publicidad. Nada de trucos, eh! Parece que el joven se sintió mal, y me dijo, con voz temblorosa: señora, si eso no sucede le devolvemos el doble de su dinero.

Sí, Tomás. Así como te conté, así me dijo.

Pero no te quiero enredar, sigo con el diario, me quedé en….a ver. Sí, acá: “Dándole a entender que entre sus ropas tenía algún tipo de objeto contundente (…)”
Ay, el muchacho periodista me hace sacar canas verdes. El chico me dijo: “Vieja, todo tranqui, acá no pasa nada, pero la guita acá, toda. Si no querés comer plomo” –dijo y palmó su bolsillo – “toda la guita acá”. Y yo, que ya había desayunado tostadas con mermelada, le entregué cuatro mil pesos.
¿Un revolver es un objeto contundente?, pero qué clase de idioma hablan acá. Ahora entiendo porque cada vez que matan a una persona los crímenes quedan impunes. Claro, si el diario cambia todo, pero ni las palabras de uno le respetan.

Escuchame, Tomás. El día que me vaya para arriba te pido lo siguiente, que en mi tumba escriban: Aquí descansan los restos de Clotilde Morrison. Nada de anciana, ancianita, abuela, abuelita, septuagenaria o indefensa. Y menos aún, que el titular del diario diga: “Murió septuagenaria” o algo por el estilo.

Mirá, Tomás. El presidente está en televisión. Éste es otro que no lo entiende ni Dios. No sé por qué, pero cada vez que comienza su discurso dice: “amigas”, “amigos”, “compañeros”, “queridos”, “hermanos”. Una persona así, con tanta cantidad de amigos, me pregunto –y te pregunto, Tomás –: ¿Cuántos regalos debe recibir en el día del amigo?
Ay, pero éste nunca escuchó lo que le dicen por acá: represor, traidor, asesino…y no sé cuántos calificativos más. ¿No lo escuchó? O se hizo el sota, porque hasta Crónica lo pasó, todo el día, dale que te dale. Mirá las ojeras que tiene, yo tengo setenta y siete años y estoy en mejor estado que él. Pero éste está hecho mierda.
Sí, Tomás, hecho mierda quedó el país desde que tengo memoria, acá todos hablan de la libertad, de los derechos humanos, todos abrazan la dignidad, la solidaridad, el trabajo, pero acá, todos se llevaron la suya. Y ahora sale éste hablar de amigos. Por favor, ¿amigos? Yo, con usted, ni amigo, ni enemigo. Que grite como loco, que repita como loro.
A esta gentuza no hay que darle confianza, Tomás. Te hablan con amabilidad, y uno que es bueno, le dice sí, lo invita a su casa, a su intimidad. Después te roban los ahorros, ahora me pregunto –y te pregunto, Tomás–: ¿Qué paradoja, no?

Los jovencitos que me afanaron el martes pasado me hablaron con amabilidad.
Con esa carita de ángel qué más podía decir. Claro, después, sassss. Que dame la guita, que te lleno de plomo, que esto que aquello. Por eso te digo, Tomás. De ahora en más, voy a desconfiar de todo aquél que dice:
“Buenas tardes”, “permiso”, “disculpe”. O como dice éste: “Compañeros”.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Fuego

Ella dice que sí, que tiene fuego.
Abre la cartera. Mete mano y revuelve todo.
Como en un concurso: manotea, mezcla, busca, amaga, desordena.
No sé qué tendrá ahí, pero cuánto sonido provoca su mano.
Cuánta música le saca al cuero de la cartera; que no tiene cuerda y mucho menos tecla.

¿Será el golpe de su mano contra una lapicera?
¿Será el golpe de sus uñas contra un puñado de caramelos ácidos?
¿Será el golpe de su anillo contra un espejo?

No sé si guarda un espejo, pero en su mirada observo el matafuego que está detrás de mí.

Mira al frente. Nunca a la cartera.
Ahora sí: saca un encendedor color verde-esmeralda.
El encendedor hace juego con el color de sus ojos.
¿O sus ojos hacen el fuego?

Una cara, un cigarro, una chispa; un silencio.
Dibujó todo en sus pupilas.
Ella se fue, con llamas en los ojos.
Ahí arde un astro, y otras cosas también.

Cuántos fantasmas en un solo ojo. Cuánta chispa. Ahí, en lugar tan pequeño, hay un mundo que arroja fuego, música y colores.

Cien volando

Gorrita tiene trece años. Trabaja como changarín en la puerta de un supermercado. Sostiene una mirada con ojeras curtidas. Su gorro dice The Angeles Lakers.
Cuando ríe le sobresale una mandíbula huesuda. Él labura, los chicos de su edad juegan. Los dedos parecen escarbadientes y el anillo baila en el dedo medio que usa para el Fuck You. Habla con la voz rota de un fumador de cincuenta y cada cinco palabras larga un escupitajo que aplasta como a una cucaracha.

—Ayer junté buena plata— le dijo a Juanchi (su amigo)
—¿Cuánta plata tenés?— preguntó Juan.
Gorrita sacó cuentas con tres dedos.
—Ahora unos quince pesos, más o menos —dijo y lanzó un escupitajo verde—.
Tomó un cigarro y golpeó el filtro contra el marco de la puerta, largó su primera bocanada.
Una mujer salió con dos bolsas en cada mano. De ruleros y el pelo tenido de rubio casi amarillo.

—Le ayudo, señora —dijo Gorrita—. La mujer contestó con una mueca. Gorrita interpretó la seña como un no.

—No hay caso— dijo Juan—: La gente habla cada vez menos.
— Sí. Pero ésta ni eso. Pedro habla más que esa vieja.
—Tu loro es un pelotudo que repite puras boludeces, parece un disco rayado.
—Ja, rayado…, rayado es lo que me vendió el Manco.
— ¿Qué pasó?
—No te conté.
—…
—¿Qué tenés ahí?—dijo Juan—. Gorrita sacó dos cajas amarillentas de preservativos Gentleman. Juan lo miró y le dijo: Para qué comprás si no cojes. Gorrita soltó una risa y echó la cabeza hacia atrás.
Se lo afané al novio de mi hermana cuando estaban en la pieza, yo escuché todo —dijo—. Juan arrojó carcajadas y la risa sonó hacia el fondo de sus tripas.

—Sos un hijo de puta —dijo Juan.
—No. Hijo de puta es el que está ahí.
—¿Quién? —exclamó Juan.
—Ése que vende CD truchos—dijo Gorrita—, le compré dos: uno se escucha para la mierda, se corta todo. El otro me tocó con temas repetidos. Pagué doce pesos y el forro se quedó con la plata. Me dijo: “la garantía está afuera”.

—Mirá a quién le compras, al manco ¡Ése es un garca!
—Sí. Y dice que perdió los brazos en la guerra. Para mí perdió los brazos por vender esos CD de mierda, seguro que le vendió a un carnicero.
— ja, ja, já.

Gorrito infló un preservativo y escribió con fibrón…
“Más vale pajero en mano que cien volando”.

— ¿Qué significa? —preguntó Juan.
—Qué sé yo. Mi abuela siempre sale con esa frase.
—Es pájaro —corrigió Juan—. Gorrita dudó por un momento. Rascó su cabeza y dijo: Pajero es un pájaro, ignorante.

ja, ja, já. Sí, claro —bromeó Juan— Un pájaro de África, y qué más.

— Por qué te reís si salió en Animal Planet— dijo —. Separó en silabas y gritó:
PA-JE-RO.
Es un pájaro que vive en África, infeliz —exclamó con bronca—. Y encaró a una mujer que salía del mercado.

La joven salió con un carrito repletó de electrodomésticos. “I love New York”, la remera mostraba un piercing junto al ombligo. El pantalón de jean ajustó la circulación de las venas. Gorrita plantó su cuerpo huesudo frente a ella.

—Disculpe señora ¿Quiere comprar un globo? —dijo en tono angelical—. Todo el dinero recaudado será destinado a la parroquia San Vicente.

La mujer le dice que cuánto cuesta. Gorrita le dice lo que usted quiera.
— Te dejo diez pesos— dijo—. Tomó el preservativo entre dientes y sacó el billete.

Juan quedó colorado y contuvo la risa. Algunas lágrimas caían sobre su cara mientras contemplaba la rapidez de su amigo. Gorrita quedó serio, firme. Como un soldado que espera la orden de un general.

— Acá tenés — dijo la mujer.

— Muchas gracias — dijo Gorrita—, y le guiñó el ojo a Juan

¡Ahí está!, misión cumplida, dijo. Juan lo miró entre risas, no podía creer cómo su amigo había engañado a esa mujer con palabras. Qué raro que no te dijo nada, le dijo Juan.

—No dijo nada porque ella sabe que pajero es un pájaro de África — corrigió—.
La frente en alto, orgulloso.

— ja, ja, já, no fue por eso, te decía por el forro.
— El único forro acá es el Manco — dijo—: Cuál es la diferencia entre el globo y el forro, si los dos están con aire nadie se da cuenta.

— Tomá los diez pesos. Comprá cuatro sángueches de miga, ah y trae un Marlboro Box.
Juan tomó el dinero y cruzó hacia el frente. Bueno, en realidad desapareció con la plata. Gorrita lo esperó durante más de tres horas, lo buscó por toda la cuadra y regresó al lugar de siempre: la puerta del supermercado. Cargó sus pulmones e infló otro preservativo. Escribió su epitafio…

“Más vale plata en mano que darle el dinero a un pajero”.

lunes, 17 de septiembre de 2007

Gran hermano (2)

(Segunda parte) - (link. Primera parte)

—Hola, rubia. ¿Cómo estás? — dijo.
— Uh, perdón, no te vi — dije, y rocé sus labios.
—¿Hace mucho que estás acá?
—Desde que prendí el cigarro.
—No, pero digo: hace cuánto que laburas acá.
—Ah, y…tres años, más o menos.
— ¿Sos de Buenos Aires?
— No, nací en la patagonia
—En qué parte.
—No sé, ya me olvidé.
— ¿Qué te invito? —dijo con sus ojitos clavados en su billetera. Tenía dólares y el resto de cien pesos.
—Un licor de menta — le dije.
—¿Nada más?, no queres otra cosa.
—Me encanta la mente.
—Me llamo Rubén —dijo.
—Diana — le dije. (Diana coje de madrugada y Dalila estudia de día, pensé)
—¿Por qué te reís? —dijo.
—Nada, me acordé de algo.

Rubén me preguntó qué música me gustaba, yo le dije rock nacional. Abandonó la banqueta y fue hasta la rockola.

—Otra vez sopa —le dije a Nancy— . Mujer amante.
— ¿Te gusta Rata Blanca? — gritó Rubén desde la rockola.
—Sí, me encanta. Es mi canción favorita.
— Bueno, ya tenemos algo en común —dijo.

Me tomó por la espalda. Yo seguí firme a la banqueta. Colocó sus manos en mi cintura, sentí su pija petrificada. Mi cola se desbordó como gelatina. Me arrojó anillos de humo. El humo se deslizó debajo de mis tetas.

—¿Vamos? — dijo con los nervios desgastados.
— ¿Qué servicio te interesa? — le dije.
—En la cama te digo — dijo— . Y aplastó el pucho como a una mosca.

Me levanté como una reina que deja el trono. Tomé a Rubén de la mano, caminamos por el pasillo de la vida y la muerte. En medio de la oscuridad le apreté la pija. Tibia y dura como bocha de acero.

—La Gringa es tuya —le dije apenas entré al cuarto. Junté mis piernas, flexioné mi cuerpo hacia abajo. Limpié cenizas del cigarro que había fumado. Pegué mi cola a su cuerpo, le bailé lambada en posición de perra en celo.

Rubén me penetró dos sin parar. Primero me tomó de los tobillos. Luego separó mis piernas como un arco. Dividió mi cuerpo hacia todos los puntos cardinales: mi pierna derecha miraba al oeste, la izquierda al este y viceversa.
Deslizó su lengua como una víbora entre mis piernas.

—Te gusta — murmuré.
—Mmmm… — secándose el labio.
—Nada mal, con un toque de azúcar se puede mejorar —dijo— : Un poco más agrio que cualquier otro plato.
Largué una sonrisa.
—Seguro —dije— . Presioné su nuca con ambas manos. Manipulé su cabeza como un joystick.
Me cogió de todos los ángulos posibles: por arriba, por abajo, de perfil. Hizo algunas piruetas, trabajó con su cuerpo y con el mío.
La cama se estrelló contra la pared. La madera acompañó el ritmo del reloj. Un golpe seco, duro. El segundero se transformó en carne dura y caliente.
Rubén tomó impulso y…¡plaf! Una y otra vez, diez minutos, una hora, no sé. Hasta que llegó. Dijo que venía, que estaba ahí. El primer chorro golpeó mi nuca. El segundo quemó mi espalda, y el tercero se deslizó como un río que abrazó mi cintura.
Tembló.
Suspiré su triunfo, su derrota.
Rubén desplegó dos horas de furia más que placer. ¿Amor?, no. Ausencia de amor.
El clima era raro: una mezcla de odio y calentura por parte de él. Lo mío es un placer adinerado. Por dinero puedo fingir: amor, calentura, orgasmos, gritos, susurros, amenazas.
(Continuará)

sábado, 15 de septiembre de 2007

Gran hermano - ( 1)

(Primera parte)

¡Gringa!, el pez mordió el anzuelo, gritó Luciana desde el pasillo. Entre nostras eso significa que el cliente quiero algo más que un trago.
Ya voy, le dije a Lu.
Me puse mis botas favoritas: las que tienen pelusitas, negras y de gamuza. Prendí un cigarrillo mientras me frotaba las manos.
Salí de la facu a las once. Caminé cinco cuadras para tomar un taxi. Hace diez minutos me dejó en el departamento. Ahora estoy acá, en este cuartito. Luciana lo decoró para mí. Ella sabe mis gustos y lo hace muy bien. Tiene luces de colores, un espejo en el techo. La cama es de primera: como algodón o un pedazo de nube. Tres metros más allá está el Jacuzzi. No me puedo quejar. La verdad es que tengo ganas de dormir, no de cojer. Tiré la mochila debajo de la cama. No avergüenzo de ser prostituta, aunque trato de preservar mi vida: la universidad, mi casa, la rutina; nada raro. Acá, el puterío corre rápido.
¿Me entiende?

¡Gringa, sos una reina! me dijo Lu apenas me vio salir. Caminé por el pasillo con los ojos atentos. Lu dice que sin luz hay privacidad. ¿Qué sentido tiene abrir los ojos si no se ve un carajo?
La iluminación está al final del pasillo. Algunos dicen: cuando una persona muere transita por un túnel oscuro, que la luz está al final del camino. Todas las noches le digo a Lu que yo transito el camino de la vida y la muerte. Lu se ríe y me dice: Vaya a la luz, allí está su ángel, lo espera con un whisky y con la billetera cargada.
En la oscuridad divisé al cliente. Camisa blanca, mirada nerviosa, fumador compulsivo. Llegué a la barra y me senté en la banqueta. Él quedó en el sillón VIP (como decimos con Lu). Sentí sus ojos en mi cola. A mí no me gusta andar detrás de ningún hombre, ellos son los que quieren coger.

Lu me dice que soy como esas loquitas que bailan en el carnaval de Brasil, pero yo le contesto que acá el único carnaval es dejar pelado al más adinerado. Hay demasiado frío para que esto sea Río de Janeiro. Además, el carnaval es al aire libre y acá estamos adentro de un departamento.
Le dije a Nancy que corra la botella de piña colada.
¿Qué pasó?, dijo.
Boluda, quiero ver la carita del pez, le dije.
Nancy sacó la botella y me dijo: Nena, el flaco te come con los ojos.
Sí, ya sé. Por eso te dije que despejes el área. Nancy corrió la botella y me dejó libre parte del espejo.
Él, trago en mano, piernas cruzadas y pelo medio largo. Inyectó sus ojos en mi cuerpo, clavó su mirada detrás de mí.
¡Qué colita tengo!, pensé. Blanquita, pulposa; colorada cuando llega el frío o el calor.
Después de tres minutos dejé caer el cigarro. Bajé de la banqueta, pegué las piernas, bien juntitas como buenas siamesas. Flexioné mi cuerpo. Tomé el pucho con toda la paciencia del mundo. Mis piernas seguían firmes. Dejé mi cola como un cañón que apuntó directo a su cara. Luego me acomodé en la banqueta. Me recogí el pelo con ambas manos y me hice una trenza para que su cara se refleje en los brillitos de mi espalda.
Nancy guiñó el ojo.
Sentí la respiración a mi derecha.
Continué con la vista al frente.
(Continuará)

sábado, 1 de septiembre de 2007

Mosquita muerta

Pablo gritó: “El mundo se viene abajo”. Se acurrucó bajo el suelo, arrastró el cuerpo como gusano; escapó de la trinchera como soldado en guerra.
¿Dónde está el enemigo? Un soldado existe cuando hay rival. No veo a nadie pero él lleva una guerra consigo mismo.
¿Enemigos invisibles? ¿Enemigos de la nada? ¿Dónde están? ¿Qué hacen?
Dejó el poxirrán en la mesa. Cinco kilos es mucho, le dije. No es nada, me dijo con la mirada. Pablo tenía dieciséis y ahora tiene un poco más. El único que se viene abajo sos vos, el mundo está acá, dije y señalé un globo terráqueo medio desinflado.

Pablo dice que en una semana gasta trescientos pesos en coca. Ahora tiene 28. Y pensar que cuando era chico tomaba Coca – Cola, ahora anda con la nariz empolvada juntando delirios en la tarde. Roba rosas negras en el jardín del olvido. Su novia es un esqueleto de melena rubia. En la mano derecha sostiene la daga. Allí brilla el cuerpo de su amante.

— Hola mi amor, te traje un regalo — dice Pablo y entrega un ramo de rosas marchitas.
—Don Escobar, ¿cuando piensa dejar la merca? — dice ella — Pablo levanta el dedo medio, y risa de por medio. Quizás por el apodo. Tal vez por el pase.
Sos Escobar pero sin la erre. ‘E-s-c-o-b-a’. — dice ella—. La novia toma una rosa con la daga y la triza en mil pétalos de colores.
— Cómo te gusta barrer neuronas — dice ella—. Pablo deja de reír. Quizás por el apodo. O tal vez el pase le suspiró el cerebro.

Golpeo la puerta.

Pablo me invita a su casa. Su cuerpo temblequea al ritmo de una música que sólo él alcanza a oír. ¡Escuchá!, ¡escuchá!, dice. Pero lo único que oigo es el aleteo de una mosca que reposa en su nariz. Cuántos ojos: cincuenta, tres mil, ocho mil. Cuántos ojos tiene ese diminuto insecto que ahora frota sus patas ahí.
Eh, eh, ¡fuera! ¡fueraaa!, grita Pablo y la boxea con el pulgar. Como abeja que extrae el polen de una flor en primavera, la mosca robó átomos de coca de una tarde gris.
Temblás demasiado. ¿Por qué no visitás a un doctor? — le digo— . Ya fui, me recetó no sé cuántas pastillas. Tengo que volver a visitar a don Ramírez, es un gran médico. Le voy a pedir que me pase la dirección de su proveedor.

— ¿Qué día es? —dice Pablo—. Con ojos clavados en un almanaque del 2000

—sábado 28 de julio del 2007…

— Eh, bueno, ya sé. No es para tanto — dice —. Yo me pierdo un poco, pero sé que estamos en el 2007.
Dice Pablo y me incluye en plural, como si yo andaría perdido con él, y como él. Con la nariz empolvada en los delirios de la tarde.

—A mí lo único que me pierde, Don Escobar, es la sonrisa de Diana. No sé si tanto para olvidarme del día, pero sí, en algo me pierdo. No sé por qué será.

— Diana es para vos, lo que la merca es para mí— dice Pablo —. Si estás con ella te sentís bien, pero en el momento que te deja se te cambia el sueño, andás de mal humor…

— Estoy en pleno síndrome de abstinencia — le digo —. Hace una semana que no sé nada de ella. Pero Diana es así, se enoja y después me llama.

— Ahí está la diferencia — señala Pablo —. A mí la merca nunca me llama, aunque esté en pedazos arriba de mi cama…

— Y tenés que pagar — le digo —. Porque la merca es la prostituta más cara.

Don Escobar camina encorvado, despacio casi lento. En la joroba guarda el sol, la luna; el insomnio, los sueños y las cenizas. Enciende un porro y dice: “Mi vieja piensa que fumo cigarros armados”.

—Decime: ¿Qué cigarro tiene semejante baranda?

—No hay — le digo.
— No existe — me dice.

Una vez dije que el mundo se venía abajo; yo no lo recuerdo pero vos me contaste. Sí, así fue, le digo. Todavía tengo el globo terráqueo. Está un poco castigado, pero sirve, ¡eh!

— Bueno, castigado está el mundo — le digo .

Don Escobar me acerca ese mundo de plástico, tiene un color amarillento producto del humo del cigarro; más allá del color y la vejez, el planeta se conserva prolijo. Él tira todo arriba de la mesa como un chico que trae un juguete. El globo rebota de mano en mano.

— ¡Mirá!, Afganistán —dice—. Acá está todo el quilombo.
—Bueno. ¿Qué país está libre de problemas?

— No hay — dice.
— No existe — respondo.

Don Escobar termina el cigarro de marihuana. El mundo está en su palma derecha, quiere impresionarme con algunos jueguitos. Deja el planeta en una punta de su mano y se desliza a la otra como un nene que baja en tobogán. Pareces un Globetrotter, le digo.

— ¿Un qué? — dice Pablo.
— Éstos que jugaban al básquet y hacían malabares con la pelota…

— Sí, sí…ya sé, los tengo.¡Los tengo!, dice Pablo. Pero lo único que tiene es un cigarro de marihuana. Y el humo desvanece el aire como sueño en madrugada de invierno.

Regresa la mosca. Sí, la misma. Vuelve con sus ocho mil ojos y ese zumbido grave que endulza el aire. Atraviesa la brisa con mil aleteos. Planea por enésima vez. Va y viene, surca el cielo de chispas. Está allí, está acá. Por ahí abajo, por acá arriba. Desciende entre nubarrones de marihuana y golpea su cuerpito en el atlántico. Don Escobar toma restos de una colilla, enciende y afina la puntería. Cuenta: uno, dos…y tres.¡Bum! Estalló el mundo en sus manos.

—Y, si aguantaba era demasiado — dice y arroja al mundo en un cesto de basura.
—Mañana me compro otro.
Don Escobar es así, no se hace drama por nada.
El moscardón es una mosquita. Negra, negrita quedó. Murió en el atlántico en un mundo de plástico. Su cuerpo es hojaldre que deshace el aire, ceniza que abraza el viento. Polvadera detrás del olvido.

Dueña del aire enemiga dulce.
Patitas al cielo arden en versos;
astros que arrojan estrellas negras
en el mar de vos, en el silencio de mí

Tu voz silba canciones en re menor;
diminuto cuerpo en piel de seda,
aromas y perfumes en tu canción;
aleteo salvaje, furia atroz.

Pelusa que me roba mi paciencia.
Bajo sombra mi sombrero condena,
que enciende tu voz con fuego de sol.

Un millón de cenizas en tus ojos,
qué triste camino el viento llevó;
Tú, mosquita. Tu aroma de nada.

— ¿Cómo es la melodía? — dice Don Escobar.

— Es como Bach pero con distorsión.

— ¿De qué tipo de distorsión hablamos? — pregunta.

— De la misma que usó Kurt Cobain el día que grabó Smells like teen spirit — contesto.

— Bien, bien. Ahora entiendo. Es una lástima. No debí matarla. Me perdí su concierto. Tal vez si escuchaba la canción le perdonaba la vida, dice.

— Tal vez — le digo.

— Qué corta es la vida de la mosca — dice—. Tan sólo veinticuatro horas.
El humo del cigarro duró más que su vida.

— Un suspiro al viento.
— Es decir: nada.

Don Escobar me acompaña hasta la puerta. Me dice que su casa es como Londres pero aclara la diferencia: aquí la niebla es marihuana. Me despido de él y sus delirios.
En el cielo está la luna con todas sus figuras. Me pregunto si el color amarillento será también por el humo, no lo sé. Camino al compás de los murciélagos, estos animalitos son ratas con alas. Uno de ellos queda junto a mi hombro, su presencia no me intimida ni me molesta. En una esquina me cruzo a una mujer de unos treinta años; tetas exageradas, culo pronunciado. Intenta preguntarme algo, lo veo en sus ojos, en sus labios, en ese movimiento de caderas. En esa maestría para mover el culo. Está por decirme algo. No dice nada. Se asustó por la presencia de mi compañero.
Me siento protegido por esta rata voladora, que vuela menos que la mosca de Don Escobar.
Su presencia es puro espanto y terror. Allí voy, con la putrefacción arriba de mi hombro.

La luna acompaña el ritmo de los bares. El canto de los borrachos, el gemido falso de las putas. Esta calle está repleta de bares de mala muerte. Ahí adentro aún se toma vino con soda, la rata voladora hace un chasquido con la boca, creo que me dijo: ninguna de estas prostitutas vale un polvo.
¿Pero cómo sé interpretar la lengua de los murciélagos? Bueno, son muchas horas de Discovery Channel.

Una mujer gorda de pelo castigado nos mira detrás de la ventana. El Whisky le quemó la raiz del pelo. Está cruzada de brazos. Tiene la espalda de un ropero. O se tragó un ropero, no lo sé.
La rata voladora me dice: bueno, compañero, nos vemos. Yo me echo un polvo.
Bueno, que lo disfrute. — Qué más le puedo decir a un murciélago con hambre de sexo— .

Ahora me pregunto. No sé quién está más loco: ¿El murciélago? ¿o la mujer de espalda generosa?

Vagabundo

Revuelvo la basura de un canasto ajeno. Nada raro. Lo de siempre: comida, un trozo de sueño; lo mismo que busco desde que llegué a este mundo. Tengo la piel curtida por los años. La noche es mía. Aquél duerme. Yo no duermo porque el sueño se durmió. Escapó de mí, no sé por dónde andará. ¿En qué ando yo? En eso. La comida es una excusa para la falta de sueño. Condenado a caminar los caminos empedrados, las calles de cemento, el ruido de los autos. De lunes a lunes. De barrio en barrio, sin documento. Soy extranjero en mi propia tierra.
Nací sin nombre. No sé cómo me llaman. Sólo veo el parpadeo de algún labio. No sé si me insultan o me alaban. No lo sé. Sólo veo sus labios.
Hoy me crucé con Bruno, otro que anda como yo. Pero éste tiene nombre. Me dijo que me cuide, que andan por acá cerca. A mí me pasó una vez — le dije—. Sentí la soga al cuello. Y ese fuego quemó mi piel. Escapé como pude y aquí estoy.
— Gracias por avisar — le dije.
— De nada — dijo y se fue.
Pienso en esto mientras contemplo mi cuerpo en el asfalto. Con ojos desorbitados y la lengua hacia un costado. Un hombre pasó cerca de mí; balbuceó y dijo: “El auto lo reventó”. Sí, contestó otro. Y agregó: "No tiene collar ni nada, es un perro de la calle, no pasa nada".

viernes, 31 de agosto de 2007

Descripción I

Supermercado

El hombre sale del supermercado y deja las bolsas en el piso. Mira su reloj y prende un pucho. El hijo le acerca un carrito. El padre mira hacia todos los puntos cardinales.
Ahora, un hombre abre la puerta de su auto. El compañero le dice que cacho es un borracho. Se ríen, se van. Pero el hombre que está enfrente sigue a la espera, cada treinta segundos consulta la hora. Son las 15.
Un auto estaciona frente al hombre del reloj. La mujer le dice algo a su marido. Ella se baja pero él queda con manos firmes al volante. La mujer lleva un papel arrugado y camina en dirección al supermercado. Su esposo escucha Creedance en la radio. Esconde la calvicie bajo una boina marrón, se refrega la cara y canta el estribillo:

I want to know, have you ever seen the rain
Comin down on a sunny day?

Una mujer de lentes oscuros sale del supermercado. Lleva una tarjeta de celular entre los dientes, pasa entre medio de los autos; deja las bolsas en el piso y abre el baúl del Renault Clio. El hombre de la boina le mira el culo por el retrovisor, pero el que está enfrente de él sólo mira la hora. La mujer enciende el auto con la tarjeta entre los labios. El hombre sigue en el retrovisor. Sube el volumen.

til forever, on it goes through the circle, fast and slow...

Un taxi detiene su marcha. El taxista se demora en el cambio y habla con el pasajero. El hombre del reloj observa al taxista, se acerca con el carrito y a tres metros le hace un gesto con la cabeza. El tachero levanta el pulgar; el hombre entra al auto...se van.
Treinta segundos después llega otro taxi. Es un Renault Megane cero kilómetro. Tiene un rosario en el espejo junto a un escudo de San Lorenzo. Toca bocina con desesperación. Ahora, el tachero consulta su reloj y mira hacia a todos los puntos cardinales. Clava un bocinazo de treinta segundos. Dice algo por la radio… se marcha.

Una mujer que vende tele-bingo enciende un cigarro. Bosteza. Un perro barre su propio orín de un lengüetazo. El perro trota entre medio de varios autos, la mujer llama al perro con chasquido de dedos. Pela un caramelo que deja en la palma derecha; el perro se acerca y lo traga de un lengüetazo.

Una joven tiene un piercing en la nariz; el cable del Ipood lo esconde debajo de la remera de Attaque 77. Antes de entrar al mercado apaga el cigarro en la suela de sus Converse All Star. Mira su reflejo en el perfil de un ventanal, acomoda el flequillo y entra al mercado con suaves palmaditas en las nalgas. El joven de seguridad le mira el culo mientras habla por la radio.

Descripción ll

Embotellamiento

Un auto blanco pasa el semáforo en luz amarilla, a mitad de cuadra clava el freno y pone baliza. Un chico de gorra baja sin ningún apuro. Pasa del trote al galope en cuestión de segundos. Corre de izquierda a derecha como esquivando la lluvia y algo más.

El auto está clavado al cemento. Detrás de él llegan otros con balizas; suenan las bocinas. Es un canto a la desesperación, a la impaciencia individual y colectiva. Un coro de puteadas sin pentagrama. El último conductor se acuerda de la madre del anteúltimo; y éste recuerda a la hermana del primero; el primero espera al chico de gorra. ¿Dónde está?

El semáforo está en verde y en esa fila nadie avanza un centímetro. Algunas bocinas tienen un sonido grave, otras se deslizan como un susurro al oído. Es una orgía de máquinas y fierros. Un vagón sin riel. Una protesta sin piquete.
El chico de gorra asoma la cabeza detrás de un cartel. Lleva un álbum de figuritas bajo el brazo. Sube al auto. Ahora sí, todos pueden seguir su camino. Pero antes, deben esperar la luz verde.